El estrés es una situación problemática general, con amplia incidencia en numerosas actividades laborales, pero que en el caso de la enseñanza, específicamente, tiene unas connotaciones evolutivas especialmente alarmantes. Desde los negros presagios descritos y sufridos en la década de los 70s en la enseñanza, se pasó en la década de los 80s a una situación todavía más aguda donde se ha pagado un elevado precio, tanto en los aspectos personales como económicos. Se trata pues, de una situación profesional de alto riesgo en la enseñanza que requiere, sin duda, una atención especial.
Un indicador más de lo crítico de esta situación en la enseñanza es la acuñación de un nuevo término para describir un síndrome nuevo, diferente al mero estrés, aunque potencialmente relacionado con él, y que se denominó “burnout”, en la terminología anglosajona, que se podría interpretar como “quemado”, o en sentido más literal y extremo, “abrasado”; sería por tanto, el síndrome de los abrasados por su profesión. Los trabajadores que desarrollan el síndrome de burnout son, fundamentalmente, aquellos de las profesiones denominadas de ayuda o de servicios humanos (enseñanza, sanidad, servicios sociales, etc.), y se caracteriza por un agotamiento emocional extremo, la despersonalización en el trato con las personas y los clientes y la ausencia de realización personal en la ejecución del trabajo.